«Ha valido la pena»

Por T. Morales Orozco

La conocí en la universidad. Entró un año antes que yo, pero coincidíamos en algunas clases. Preocupada por sus estudios, alegre, hablantina e inquieta. Sus carcajadas eran brutales. Así recuerdo a Margarita Martínez una granadina de pura cepa.

Dejó de estudiar. No supe más de ella. Perdí su rastro, hasta que gracias a las redes sociales, volvimos a encontrarnos. Vive en Toscana, Italia. Está casada y tiene dos hijos. Su tono de voz, lo sentí más serio; pero su sonrisa, no la deja a un lado por muy difícil que hayan sido algunos andares de la vida. Me cuenta, con ese acento italiano, que lleva 16 años en Toscana. Su intención era trabajar una par de años, para poder costearse sus estudios. Pero sus planes cambiaron, dice. Encontró a su media naranja.

Después del tiempo que podía estar legal -tres meses-, estuvo por cuatro años «sin papeles». Llegó a trabajar más de diez horas en un restaurante, y aunque no iba todos los días, terminaba «reventada». En horas y días libres, trabajaba en otras cosas para ganar un poco más de dinero. Recuerda que un cliente del restaurante, le propuso pagarle a cambio de la limpieza de su apartamento.

Con lo que no contaba ella, era que «el cliente», quiso abusar de ella. Con tono irritado, me relata, que la dejó sola para que limpiara, pero al término de un tiempo regresó. Se metió a bañarse y «me pidió el favor de frotarle la espalda con una esponja y como le dije que no, empezó a decirme groserías, a tal punto de agarrarme a la fuerza y zambullirme en la bañera». Se asustó y salió corriendo toda empapada y sin cobrar. Al término de unos días quiso cobrarle pero el hombre la amenazó con denunciarla por estar «sin papeles».

¡Que experiencia más fuerte!. Le costó encontrar trabajo en otras y áreas por el idioma. Asegura, que «no hay programas de integración, ni planes educativos o formativos para las personas extranjeras». Otra barrera que enfrentó fue el racismo y los prejuicios que hay sobre los latinos. «Nos tienen visto como pandilleros, delincuentes y las mujeres somos prostitutas», aunque no todos los italianos son iguales» expresa.

Margarita y su esposo

Margarita con su esposo

Margarita y su familia

Al centro Margarita, su hermana y su esposo

Gracias a su esfuerzo y ganas de integrarse en la sociedad, aprendió el idioma de forma autodidacta, por internet, con diccionarios, leía revistas, la prensa, etc. Con el tiempo, realizó cursos que le ayudaron a conseguir un trabajo. Y cuando los momentos de tristeza le rondaban, hacía ejercicios, corría, caminaba, se iba a los parques para distraerse.

Plaza Di Siena, Toscana, Italia

Típica imagen de Toscana, Italia

Terminar los estudios que empezó en Nicaragua, era impensable, «las universidades son caras, los impuestos altísimos y el idioma difícil». Sin embargo, no tiró la toalla y se formó en el ámbito social.

Realizó cursos (en psicología, animación socio-educativa, música y danza) que le sirvieron para obtener un puesto de trabajo en donde hoy trabaja. Trabaja con personas que tiene capacidades diferentes: síndrome de down, enfermedades mentales, de movilidad reducida, personas autistas y déficit de atención.

Margarita OAMI, su centro de trabajo. Realiza actividades con las personas que trabaja

Aunque el sueldo no sea el de su vida, ni los horarios los más flexibles, el ayudar a personas con dependencia, con necesidad de cariño, le da satisfacción personal. Le ha cubierto las faltas de cariño que ha tenido. «Me ha llenado esos momentos de vacíos que a veces una tiene… estas personas no hacen distinción de un extranjero a un italiano. Son sinceras y lo que dan, lo dan de corazón», comenta.

Le pregunto si ¿piensa volver? Y convencida me dice que Toscana, es un lugar que no le gusta para vivir toda su vida. Antes regresar, tiene que terminar de pagar su casa y quiere ver crecer un poco más a sus hijos. «En estos países se vive solo para comprar, para consumir, es muy frenética la vida», comenta.

Sin embargo, ha valido la pena haberse sacrificado de no vivir en Granada, dejar de subirse en los coches de caballos -típicos de la ciudad-, dejar de vivir con su familia, dejar de comerse un vigorón (plato típico), de no pasear en lancha por las isletas. Encontró lo que siempre soñó: «una familia, vivir con una persona que la supiera amar y comprarse una casa».

Con la voz temblorosa, me dice que echa de menos «el perfume de mi país, el viento, la alegría, la sonrisa de la gente, la solidaridad de las personas, el buenos días por el barrio o la señora que pasa por su casa vendiendo tortillas, mis amigas».